Cada vez que tú te alejas
en mi sitio quedo quieto
con el deseo de quedarme
contemplándote a lo lejos.
Y cada vez que te alejas
se queda conmigo un cierto
deseo de volver a verme
caminar junto a tu cuerpo.
Cada una de esas veces
me contengo, pues no puedo
contemplarte embelesado
(mejor dicho… es que no debo).
Cada una de esas veces
siento que me siento ajeno
a tu mundo, a tus vivencias;
me siento ajeno a tu tiempo.
Por eso, cuando no estás
cerca de mí, me he propuesto
dejar de sentir que… bueno,
eso que a veces yo siento
por tu causa. Sin embargo,
basta mirarte de nuevo,
contemplar tus ojos lindos
y en tu mejilla el hoyuelo
que acompaña tu sonrisa;
basta con mirar el cielo
y recordar aquel día
en que viniste corriendo
a encontrarme para darme
mi borrador; lo recuerdo,
para que, así, con más bríos,
vuelva a nacer el deseo.
Me gusta escuchar tu voz
cuando dices “le agradezco”;
me gusta ver la sonrisa
que brota si te sorprendo
callada, atenta a la clase;
me gusta mucho tu pelo,
y el pliegue que hacen tus labios
en tu expresión de “no entiendo”.
Quizás lo que más me gusta
es compartir nuestro tiempo
tú y yo solos en un aula,
unos minutos al menos,
y que, confiada, tu risa
brote sincera en momentos
en que hablamos de tu vida,
de una película; y miento
si no digo que quisiera
llevar tu presencia lejos,
más allá de estas paredes
que simbolizan encierro;
y así borrar esta línea
entre tú y yo, y más que eso:
saber que si estás sentada
junto a mí es por tu deseo,
no porque haya un compromiso,
no porque busques consejo,
ni porque lo necesites
porque tus dudas resuelvo.
Pero es cierto, hay una línea
entre tú y yo; entonces temo
que sea tan sólo a mis ojos
que algo aquí esté sucediendo.
Y en mis ratos de cordura
sé que quizás todo aquello
son sólo tus atenciones
para conmigo, el maestro.
Yo no sé si sea un delito
sentir esto que ahora siento,
pero anhelar que lo sientas
eso… seguro ha de serlo.